miércoles, 27 de abril de 2011

"La Mansión de los Abismos" (Joan Manuel Gisbert)

Cuando Gundula Erfurt recibió el mensaje de Clément de Brienne quedó sumida en una turbadora indecisión. No era para menos: a su gran inexperiencia con los hombres se unían, agravándola, su condición de extranjera y la misteriosa aureola que envolvía a su comunicante.
Clément de Brienne tenía un modo extraño de mirar a las mujeres. Las observaba a distancia, como a través de un espejo, fijamente, con una cierta ansiedad, pero sin pronunciar una sola palabra.
De mediana edad, su principal atractivo residía en la mirada, servida por unos ojos verdes que acariciaban, y en su aspecto general, pulcro y cuidado, al que una elegancia algo anticuada presentaba singular realce.
En aquellos primeros días de verano de 1914, Brienne parecía llevar en París una vida retraída y solitaria que no le impedía, sin embargo, frecuentar ciertos ambientes mundanos y noctámbulos.
Se dejaba ver, con asiduidad, en las recepciones de diversas embajadas, en fiestas privadas de los círculos extranjeros, en el teatro de la ópera y en exposiciones y galerías de arte. Parecía tener predilección por las obras de carácter tenebroso.
Iba siempre solo y se mantenía e hermético silencio. Evitaba cuidadosamente los centros de atención de las reuniones. Deambulaba procurando pasar tan inadvertido como fuese posible.
No obstante, su extraño porte y su actitud distante habían despertado habladurías. Pero siempre salía airoso al ser abordado por quienes pretendían averiguar algo acerca de él. Murmuraba alguna excusa amable para disuadir a los curiosos y, con sumo tacto, rehuía hablar de sí mismo y llevaba la breve conversación hacia temas impersonales que pronto se agotaban.

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